El abandono efectivo de la modernidad —episodio que se fue consumando progresivamente a lo largo de los años sesenta del siglo XX— dejó a los arquitectos en una situación de orfandad estética: la falta de criterios con que controlar el proyecto, más allá de unos pocos prejuicios acerca de la "sinceridad constructiva" y de la "recuperación de la historia", hizo pensar a los más avanzados que el recurso al "concepto" podía paliar la situación. Así surgió una arquitectura cuyo criterio de calidad es la adecuación del proyecto a lo que prescribe una "idea" —por lo común, de carácter moral y de formulación pseudoliteraria— que se establece de antemano, sin otra orientación que la propia capacidad de ocurrencia de quien la formula.
La renuncia a la visualidad que comporta la nueva estrategia ha tenido efectos evidentes en la arquitectura de las últimas décadas: el declive de lo visual ha provocado una inflación del discurso que trata de obviar —sin conseguirlo— el eclipse de la capacidad de reconocer la forma mediante la visión. El relativismo estético que impera actualmente en el ámbito de la arquitectura responde, entre otros motivos, a la indiferencia que provoca la pérdida del hábito de "entender la mirada".