Ya hace dos años que mi niño y yo vivimos en la clínica. Las niñas pequeñas, con sus batas de hospital, juegan a las muñecas. Sus muñecas cierran los ojos. Así mueren las muñecas.
— ¿Por qué se mueren?
— Porque son nuestros hijos y nuestros hijos no vivirán. Nacerán y se morirán.
Mi Artiom tiene siete años, pero le echan cinco.
El chico cierra los ojos y a mí me parece que se ha dormido. Entonces me pongo a llorar; creo que no me ve.
Pero el niño me dice:
— Mamá, ¿ya me estoy muriendo?
Se duerme y casi no respira. Me coloco a su lado, de rodillas. Junto a la cama.
— Artiom, abre los ojos. Dime algo...
"Aún estás calentito", me digo.
Abre los ojos y se vuelve a dormir. Y tan callado. Como si se hubiera muerto.
— Artiom, abre los ojos...
Yo no le dejo que se muera.
[...]
Yo soy pediatra. Los niños lo ven todo diferente a los mayores. Los saben todo de sí mismos: el diagnóstico, el nombre de todos los tratamientos y las medicinas. Lo saben mejor que sus madres. ¿Y sus juegos? Corren por las salas del hospital uno tras otro y gritan: "¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación!". Cuando mueren, ponen unas caras de tanto asombro. Parecen tan perplejos.
Yacen en sus camas con caras de tanta sorpresa.
Traducción del ruso por Ricardo San Vicente