—¿Yo...? ¿Que qué haría? —Se le encendía la cara—. ¿Qué es lo que haría yo en Madrid? —Chasqueó con la lengua, como el que va a empezar a relatar alguna cosa alucinante—. Pues, lo primero... Me iba a un sastre. A que me hiciese un traje pero bien. Por todo lo alto. Un terno de quinientas pesetas...
Se pasaba las manos por la raída chaquetilla, como si la transfigurase. Mauricio le interrumpió:
—¿De quinientas pesetas? Pero ¿tú qué te crees que te cuestan los trajes a la medida en Madrid? Con quinientas pesetas ni el chaleco, hijo mío.
—Pues las que hiciensen falta —dijo el otro—. Quien dice quinientas, dice setecientas...
—Bueno, hombre, sigue. Pongamos que con setecientas te alcanzaba para ponerte siquiera medio decente. ¿Luego qué hacías?, a ver. Continúa.
—Pues luego, me salía yo a la calle, con mi trajecito encima, bien maqueado, pañuelo de seda aquí, en el bolsillo este de arriba, ¿eh?, mi corbata, un reloj de pulsera de esos cronométricos, y me iba a darme un paseo por la Gran Vía. Poquito; ida y vuelta nada más, y descansado, para sentarme a renglón seguido en la terraza de un café, ¿cómo se llama ése?, Zahara, en la terraza del Zahara. Allí ya, bien repantingado, daba unas palmaditas —hizo el gesto de darlas—; y en esto el camarero: un doble de cerveza así de alto con... con una buena ración de patatas fritas, eso es. Ah, y el limpia. Que me mandase enseguida al limpiabotas para sacarme brillo a los zapatos...
El hombre de los z. b. se miró los empeines. Lucio dijo:
—¡Ay, amigo!, eso ya lo sabía yo, fíjese. Lo estaba viendo venir.
—¿El qué?
—Que lo primero que iba a llamar es al limpiabotas. Estaba seguro.
—¿Y usted por qué estaba seguro de eso?
—Pues porque sí. No podía faltar. ¿No ve que tengo ya muchos años? No falla; es lo primero que se les ocurre a todos los que hablan de la buena vida: que venga un tío a limpiarles los zapatos.